Fotografía de Henri Cartier Bresson. |
Más allá de la Torre Eiffel comienza la ciudad de París.
Aquella mañana, se sorprendió a si misma mirando el nublado cielo parisino de una postal que, días antes, en sus sueños, le había robado a aquel italiano políglota, con pinta de árabe y acento francés. Habia corrido durante horas, minutos y segundos sin llegar a su destino (claro, que allí no marcas tu destino, sino que él te marca a ti). Había visto los miles de puestos con cosas inimaginables e inservibles, el paraíso de todos aquellos ansiosos chineurs que iban y venían con sus gafas de pasta sin graduar, imanes para la nevera de sus familiares y todo tipo de merchandising recitando el típico "I love Paris". También había visto al retratista que, a pesar de vivir en el sol, nunca se ponía moreno. La cabina en la que Amélie Poulain depositó viejos sueños y a aquel chico del tiovivo de Montmartre que se hacía menos pobre a cada pequeña vuelta al mundo de un niño. Había corrido tanto que cayó al vacío de la realidad, desde el que uno no contempla París con mariposas en el estómago... sino en los ojos.